Sarmiento decía que la mujeres porteñas eran muy lindas de jovencitas pero que enseguida se volvían culonas porque comían mucho.
Puede que esa característica haya perdurado en el tiempo pero seguramente los hábitos alimenticios de nuestros antepasados porteños eran bastante diferentes.
Alrededor de la Plaza de Mayo allá por 1810 se vendían muchas cosas ricas en la calle. Pescado frito, pedazos de patas de vacuno hechas sopa y algunas cosas más que se podían comprar al paso en pleno mediodía. Curiosamente las empanadas eran poco comunes por esa época. La única empanada que se comía era la de recado, que estaba hecha en base a pescado, con mucha aceituna y azúcar. Recién en el siglo XIX aparece la empanada salada como hoy la conocemos.
Por la tarde estaban los que vendían cosas dulces: pastelitos, tortitas de morón, con azúcar quemada, que eran parecidas a las tortitas negras. Los vendedores pregonaban todo el día su comida. Al mediodía también vendían mazamorra, pastelitos dulces, posiblemente de membrillo. Las mermeladas se comían con habitualidad: dulces de higo, durazno, pero el dulce de leche no existía en la época colonial, ese es uno de los grandes mitos de la argentinidad. Se podría incluso decir que su precursor era originario de Chile, donde por entonces se lo conocía como manjar blanco. En Buenos Aires aparece con fuerza recién avanzado el siglo XIX. Sí había turrones, alfajores y roscas, cosas muy típicas de España. Eran famosas las roscas que venían de Córdoba y se vendían en las pulperías.
Algo que uno no puede dejar de considerar curioso es que cuando caía granizo se preparaba una crema rápida con huevo y leche que se colocaba en un doble tubo, y por afuera se ponía el granizo, para hacer una especie de crema helada o helado. Había también mucha torta frita cuando llovía, aunque comer cosas dulces era una pasión donde el chocolate era la estrella principal. Incluso se sabe que Mariquita Sánchez de Thompson se cuidaba mucho en su dieta, pero que almorzaba chocolate. Si, la misma que decía que la gente era “de fortuna”, “media fortuna” o “pobre” y que los negros no existían.
Puede que esa característica haya perdurado en el tiempo pero seguramente los hábitos alimenticios de nuestros antepasados porteños eran bastante diferentes.
Alrededor de la Plaza de Mayo allá por 1810 se vendían muchas cosas ricas en la calle. Pescado frito, pedazos de patas de vacuno hechas sopa y algunas cosas más que se podían comprar al paso en pleno mediodía. Curiosamente las empanadas eran poco comunes por esa época. La única empanada que se comía era la de recado, que estaba hecha en base a pescado, con mucha aceituna y azúcar. Recién en el siglo XIX aparece la empanada salada como hoy la conocemos.
Por la tarde estaban los que vendían cosas dulces: pastelitos, tortitas de morón, con azúcar quemada, que eran parecidas a las tortitas negras. Los vendedores pregonaban todo el día su comida. Al mediodía también vendían mazamorra, pastelitos dulces, posiblemente de membrillo. Las mermeladas se comían con habitualidad: dulces de higo, durazno, pero el dulce de leche no existía en la época colonial, ese es uno de los grandes mitos de la argentinidad. Se podría incluso decir que su precursor era originario de Chile, donde por entonces se lo conocía como manjar blanco. En Buenos Aires aparece con fuerza recién avanzado el siglo XIX. Sí había turrones, alfajores y roscas, cosas muy típicas de España. Eran famosas las roscas que venían de Córdoba y se vendían en las pulperías.
Algo que uno no puede dejar de considerar curioso es que cuando caía granizo se preparaba una crema rápida con huevo y leche que se colocaba en un doble tubo, y por afuera se ponía el granizo, para hacer una especie de crema helada o helado. Había también mucha torta frita cuando llovía, aunque comer cosas dulces era una pasión donde el chocolate era la estrella principal. Incluso se sabe que Mariquita Sánchez de Thompson se cuidaba mucho en su dieta, pero que almorzaba chocolate. Si, la misma que decía que la gente era “de fortuna”, “media fortuna” o “pobre” y que los negros no existían.
Claro que los esclavos no comían tan rico como los otros y su dieta estaba basada en las sobras de las faenas, donde todo lo que fuera grasa, intestinos o visceras en general, terminaba como único alimento en sus panzas. Sin embargo también comían locro, carbonada, puré de zapallos, mondongo, además de achuras y mazamorra , y esas mismas cosas con el tiempo se transformaron en su principal aporte a la alimentación nacional.
En cambio el resto comía muy bien según los restos que se han desenterrado de los pozos de basura residenciales. Muchos carozos de durazno desenterrados por los arqueólogos nos indican la predilección de la población por los mismos, aunque se sabe que también disfrutaban del consumo de frutas de semilla pequeña, como naranjas y limones, que no han podido superar la prueba del tiempo.
Hasta muy avanzado el siglo XIX se cocinaba con grasa, no con aceite. El aceite de oliva era caro y se usaba sólo para ensaladas, con lo cual el gusto y la forma de preparar las comidas por aquellos años eran muy distintos a los que conocemos ahora.
Hay que tener en cuenta que el recetario porteño no tenía tradición precolombina ya que proviene de España y de África, porque de ahí eran quienes cocinaban.
La historia indica que en Buenos Aires nadie pasaba hambre. La carne vacuna se comía casi en todas las clases sociales, porque era muy barata. Era el ingrediente básico de todas las comidas y se preservava en forma de desecados al sol o charqui. Todo gracias a que cuando Garay vino a fundar la ciudad previó cómo alimentar a sus habitantes iniciales y mandó traer vacunos y caballos desde Asunción. Llegaron tiempo más tarde por vía fluvial y poblaron las primeras estancias, que no contaban con alambrado ni nada que se le pareciese. Además de ganado vacuno, había ovino y una gran cantidad de aves. Aunque muchos animales provenían de la caza, como perdices, patos, alguna mulita y peludos, también se criaban gallinas por todas partes. La diversidad de alimentos recién empezó en el siglo XX pero hoy seguimos siendo fuertes consumidores de carne vacuna. La diferencia es que en el siglo XVIII se podían consumir más de 200 kilos per cápita por año y ahora apenas rondamos la mitad.
El pescado también tenía lugar pero tenía mucho más que ver con la parte religiosa que con los gustos alimenticios de la población. Los días de guardar eran muy numerosos a lo largo del año. El día clásico en el que caían era los viernes. Ese día no se debía comer, se pescaba. La gente se metía en el río con una red y dos caballos, y sacabas una gran cantidad de peces para el fin de semana.
Pero la comida básica por excelencia siempre fue el puchero, o algún clásico guiso con carne. Pero carne asada, así solita, muy poca, casi nada. Toda la identidad cultural de la comida estaba en el puchero. Al menos hasta el siglo XVIII. Igualmente cambió, ya que ahora a un puchero se le pone papa, pero antes no había ni una papa en Buenos Aires. Cuando los trenes permitieron trasladarla, las mismas venían de Francia o de Inglaterra.
Otra cosa rara es que hoy casi no comemos cordero, una costumbre que se empieza a abandonar en el siglo XX, aunque antes era una comida muy normal. Puede que tenga que ver con el precio, pero también con el cambio en los gustos. Tampoco comemos pavos, que en el siglo XVIII y XIX era una comida de celebración. Se vendían en el mercado de la Plaza de Mayo principalmente para días festivos.
Seguramente la desnutrición no fue un flagelo en la Buenos Aires fundada por Garay. Probablemente porque el mismo haya tenido en cuenta los registros del soldado alemán Ulrico Schmidl, integrante de la expedición de Pedro de Mendoza, que indicaban que el adelantado no había traído vacas ni semillas para que la población pudiera subsistir. Los testimonios de los pobladores de Santa María de los Buenos Aires coinciden en la descripción de las penurias sufridas a causa del hambre, que incluyeron finalmente la tan temida antropofagia. Ulrico comenta los sacrificios que todos hacían para racionar la comida, hasta que llegó el tiempo que se comían zapatos, ratas, sogas, y todo lo que pudiera ser masticable, hasta que la situación llegó a su máxima degradación en Corpus Christi de 1536 (junio).
Por suerte en la segunda fundación se cambió el menú para siempre.
Taluego.
Fuente consultada: Mario Silveira y http://www.identidadbsas.com.ar
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