Las manos que trabajaban aquel esmerado filo, tenĂan toda la delicadeza y precisiĂ³n que un afamado cirujano envidiarĂa y la rudeza necesaria para quebrar los nudillos de cualquier persona en un apretĂ³n de manos incidental.
El abultado estĂ³mago fruto de constantes excesos, se apoyaba firmemente sobre el tablĂ³n de quebracho que hacĂa de mostrador. El delantal que alguna vez habĂa sido amarillento (pues nadie podĂa recordar si alguna vez fue blanco) ostentaba las marcas rituales de miles de vidas ofrendadas al Dios Hambre.
-¿Se lo limpio doña?
-Si no me cobra mĂ¡s...
La cara de la enjuta mujer demostraba tal vez mil años de ansiedad, lamentos y decepciones. VestĂa a la usanza de las viejas lavanderas de la baja Italia: negro sobre negro. Una larga falda ceñida a la cintura, sacĂ³n de hilo, medias media caña y zapatos con miles de leguas de trĂ¡nsito en caminos de polvo y barro. Un Ăºnico toque de color estaba dado por una blanca mantilla tejida al crochet, heredadas a travĂ©s desde varias generaciones de madres a hijas.
El toque de gracia: un relicario que colgaba de su cuello. Dentro: la foto de algĂºn ser querido junto con un mechĂ³n de pelo crispado por el paso del tiempo.
Oliverio apretĂ³ con fuerza sus fosas nasales y generĂ³ la presiĂ³n de aire necesaria como para que al soltarlas, sus mucosidades salieran despedidas con envidiable punterĂa dentro del tacho de los residuos, pleno de sangre y excrementos. Las moscas emprendieron rĂ¡pida huida mientras el chorro atravesaba las circunvoluciones que en desordenado equilibrio mantenĂan sobre Ă©l, para luego regresar a su persistente rutina.
-Con o sin cabeza doña?
-Con. Me sirve para el caldito. ¿Sabe?
El hacha cayĂ³ firme sobre las cervicales del animal separando tronco de cabeza. Oliverio sabĂa como seguir. MirĂ³ a la anciana que frente a Ă©l parecĂa otro espectro listo para su hacha y comenzĂ³ la cotidiana tarea. CortĂ³ el extremo de cada pata y la cola. TomĂ³ su estilete mĂ¡s filoso y pasĂ¡ndolo previamente varias veces por la chaira, abriĂ³ en canal el vientre del animal en medio de sus seis tetillas. Desde el cuello mutilado hasta el ano, dĂ¡ndolo vuelta y arrancando piel de carne mediante un solo tirĂ³n. Como un guante la piel se separĂ³ de la carne, dejando una copia en negativo de aquello que instantes antes contenĂa.
Hacha en mano nuevamente, un seco golpe al esternĂ³n abriĂ³ en canal a la pobre bestia que ya se encontraba lejos de poder ser reconocida. Con la mano izquierda Oliverio comenzĂ³ a revolver y retirar. Pulmones, hĂgado, intestinos, bollos de pelo, todo cuanto podĂa arrancar con sus dedos de dentro de aquel resto infame. Paquete de papel de diario mediante, todo fue a parar a la vieja balanza a contrapesos.
-Kilo ochocientos. ¿A la libreta?
La anciana asintiĂ³ con la cabeza mientras sacaba de su bolsa una ajada libreta tan negra como sus vestiduras y se la acercĂ³ a Oliverio, el que mojando con su lengua el resto de un lĂ¡piz impregnado de restos de carne y grasa, comenzĂ³ a sumar.
-Con lo que me debe son treinta.
La vieja extendiĂ³ su huesuda mano tomando la libreta y puso sobre el mostrador la bolsa abierta para que Oliverio le entregara el producto de su labor, que aĂºn descansaba sobre la balanza.
Ya daba media vuelta para retirarse con su paso cansino, cuando escuchĂ³ que le decĂa:
-No me los traiga tan chiquitos. DĂ©jelos engordar un poco mĂ¡s. Se lo digo por su bien.
La mujer de los gatos lo observĂ³ cansadamente y pensĂ³, como tantas veces, que uno se encariña. ¿Vio?
Opin
Publicado en la antologĂa “signos con sentidos”
Julio 1999 – tirada de 3000 ejemplares.
© Copyright 2010Once Cuentos sin Rumbo
ISBN 987-43-8446-9Obra de Jorge Frasca


cĂ³mo que cero comentarios... es genial esta ´carnicerĂa´ terribleeeeeeeeeee
ResponderEliminarMuchas gracias amiga. ¿Hacemos un asadito? ;)
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