La caricia que conforta

Hay personas que nacen con la aptitud a flor de piel. Nadie tiene que explicarles ni darles ninguna instrucción previa. De manera casi automática saben en que momento reconfortar al otro, cuando una caricia tiene más valor que cualquier otra acción heroica. Sin embargo el resto de los mortales parecemos inmunes a ésto. Nos lleva casi toda una vida entender que no siempre debemos saltar ríos, esquivar balas o salvar vidas para representar un modelo heroico para los demás.
Tal vez hayan visto alguna grabación donde un hecho policial termina con un efectivo tirado en el piso agonizante. Suelen ser jóvenes enlistados en la fuerza que son sorprendidos por delincuentes que sólo quieren su arma y el prestigio que les otorga en el hampa haber asesinado a un representante de la ley. Allí en la filmación se verá a quién llama al 911, el que se inmoviliza, el que quiere prestar asistencia médica y el que acaricia.
De todos ellos es muy posible que el herido, en ese momento de trauma, necesite al que acaricia, el que da ánimos, al que te dice -aguantá flaco, seguí respirando despacio que la ambulancia ya llega-.
Y aunque más tarde esa persona piense que no ha hecho nada, es tal vez el más necesario en ese momento crítico y final por el que pasa la víctima.


No hace mucho tiempo un abogado sufrió un arrebato en pleno microcentro. Dos motochorros le birlaron la mochila y saliendo huyendo. Algo que pasa casi todos los días pero que en esa mañana se complicó porque el abogado sacó un arma y tiró varios tiros que no impactaron en los delincuentes desarmados. Lamentablemente un cerrajero que caminaba hacia su trabajo recibió una bala por la espalda y cayo mortalmente herido. Las cámaras tomaron toda la escena y uno podía notar que muchos pasaban junto a la víctima sin darse cuenta. Incluso el mismo abogado que corría a los delincuentes volvió sobre sus pasos y apenas le dedicó una mirada de soslayo como si no se diera cuenta que era el culpable de esa muerte innecesaria. Entre la multitud salió un vecino, no recuerdo su profesión, que se recostó en el suelo para hablarle al oído a la víctima que luchaba por seguir respirando, y darle así el ánimo que se necesita a la hora de morir.
Con el tiempo aprendí a valorar eso.
Valoro el tomarle la mano a un paciente que viaja en ambulancia, a un niño que va a recibir una inyección que lo aterra, o a cualquiera que necesite el contacto de otro humano como apoyo para superar cualquier miedo.
Uno lo espera de un médico o un bombero.


A los siete años mi hijo era el primero en acudir a socorrer a cualquiera de sus compañeritos. Él no sabía que era lo que tenía que hacer, pero sabía que parte del ayudar a otro es brindarle cariño y una caricia. Yo ya llevo 59 años y aún no tengo tan en claro que mi función no es rescatar a nadie, sino brindarle el apoyo y la compañía que no se le niega ni a un pobre perro.
Porque muchos son los que acuden hacia el desvalido pero muchos más los que miramos desde lejos sin saber que hacer.
A algunos no supe sostenerle la mano a tiempo, a otros sí, y aunque la consecuencia fue la misma, la culpa sólo se siente cuando uno no estiró la mano para brindar esa caricia que conforta.

Taluego.


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