Una reja de hierro abre sus fauces como otrora, cuando llegaban hordas de familiares lejanos a festejar cualquier evento conmemorativo en aquella vieja casona de Caballito.
Un descanso en la entrada y luego de los amplios portones de cedro un hall helado por el olvido de quienes lo transcurrĆan sin notarlo, aturdidos tal vez por el vitreux con monograma de la contrapuerta que da al recibidor, otra vez helado en su frĆa decoraciĆ³n de perchero y paragĆ¼ero a los lados del metĆ”lico medallĆ³n, antiguo espejo, que sirve de pantalla a la Ćŗnica lĆ”mpara marchita del lugar, encendida dĆa y noche en un olvido intencional.
Lo fuerte y rĆgido estĆ” en todas partes, habla de muerte, por que asĆ la veo, ya que en medio de las tensiones y exigencias a las que me ato procuro seguir siendo frĆ”gil y flexible, pues lo rĆgido nunca ha perdurado mas allĆ” de lo inmediato. Dureza estricta que vista en el tiempo me alejĆ³ de la casa en un acto de independencia crucial, cuando adolescente aĆŗn, cortĆ© los vĆnculos que hacia ella y su habitante tenĆa.
Lo fuerte y rĆgido estĆ” en todas partes, habla de muerte, por que asĆ la veo, ya que en medio de las tensiones y exigencias a las que me ato procuro seguir siendo frĆ”gil y flexible, pues lo rĆgido nunca ha perdurado mas allĆ” de lo inmediato. Dureza estricta que vista en el tiempo me alejĆ³ de la casa en un acto de independencia crucial, cuando adolescente aĆŗn, cortĆ© los vĆnculos que hacia ella y su habitante tenĆa.
Treinta aƱos mas tarde me veo en la encrucijada de enfrentar los fantasmas de aquello de lo que una vez me alejƩ prometiendo no volver.
El albacea habĆa dejado las cajas sin membrete sobre el viejo piso del estudio.
Como el mismo dueƱo, Ć©l no se hacĆa notar por su verborragia, diferenciado tal vez de su patrĆ³n, por que el mismo usaba palabras fuertes, ondas, se dirĆa que hasta pesadas, si es posible adjudicarles estos atributos a lenguajes tan diferentes al oriental, plagado de dichos intencionados acentos.
En alguna Ć©poca incluso habĆa declinado del uso de los artĆculos y pronombres en su afĆ”n de marcar su lenguaje de tintes mas profundos. Ocultismo de la palabra que generaba un aura religiosa a cualquier sandez que se dijera.
Su albacea por el contrario habĆa sido un ecĆ³nomo de las palabras y los gestos, fiel a su posiciĆ³n en la escala social de aquel pequeƱo feudo, impenetrable ante mis preguntas atrasadas en el espacio de mi ausencia.
Y es que poco se conoce a un hombre por lo que dice, si asĆ lo quiere.
El seƱor de esta casona era capaz de hablar horas enteras sin dejar que se llegara a conocer un Ć”pice de sus sentimientos mĆ”s profundos, mientras la melodĆa de sus palabras llenaba el aire como volutas de humo.EtĆ©reas, efĆmeras, mortales.
Ajeno en los sentimientos y estrechamente unido por la sangre, me veo ahora, una vez mas, en la disyuntiva de repetir preguntas al vacĆo o permanecer ignorante de la historia reciente.
El recuerdo del sonido de su voz retumbando las paredes parece llevarme hacia el estudio donde la gruesa capa de polvo cubre la veta del piso de pinotea marcado de pisadas en derredor de cajas que contienen un antiguo anhelo: la Enciclopedia BritĆ”nica. Todas mis preguntas, sueƱos y dilemas clasificados. SĆ³lo hace falta que con mis propias manos arme el laberinto de mi futuro conocimiento. No hay esfuerzo en ello, tal vez tarde toda una vida, como su anterior dueƱo, pero en los meandros de mis viejas repisas al fin se lucirĆ”n los vastos conocimientos que la humanidad supo coleccionar. Al fin, desde la “a” hasta la “zeta”, sin “eƱes” ni acentos que me perturben los amorosos libros ocuparĆ”n un espacio constante, ni corto ni largo, de mi vida.
AsĆ tal vez alguien me conozca por mis cosas, allĆ cuando la palabra falla y oculta, cuando somos mĆ”s cobardes que despiertos, lo que nos rodea hablarĆ” por nosotros, nos explicarĆ”, dirĆ” quienes somos y de donde venimos.
El viejo carillĆ³n suena las doce. Rassano me mira con respeto mientras elimino las capas de polvo acumuladas en la biblioteca.
Nadie dijo cuanto espacio o cuanto amor requieren el saber o el arte, no hay proporciones que respetar y asĆ es como se corren escalonadamente los lĆmites del estante hasta que caen quienes en un primer momento fueron bastiones aclamados de alguna moda, colocados allĆ, en primera fila, al rĆ”pido alcance de la mano. Del uso cotidiano. No hay piedad en la moda. Los discos de pasta en sus coberturas rĆgidas de desgastado cartĆ³n manchado, deberĆ”n retirarse, llevarse consigo sus cuarenticinco revoluciones, pasar a otro registro por el bien de la historia, del gusto familiar y ofrecerse en un resquebrajado zaguĆ”n de San Telmo a quien quiera escuchar las voces muertas, cubiertas por ruidos de pĆŗa, de grillos desentonados.
Al abrir las celosĆas que dan a Videla los hilos de la luz cenital perforan el aire opaco de la sala dejando entrever los recuerdos del patriarca asomando con cada batir de plumero, con cada abanico dejado por la franela y allĆ donde siempre reposĆ³ como muestra ostentosa del pasado de gloria, la vieja insignia del partido socialista se hizo presente.
La miro y veo al hombre ilustre enfundado en su traje oscuro con el ceƱo fruncido y una sonrisa escapando de sus labios. No hay brillo tan esmerado tal como el de esa insignia, para traerme el recuerdo de su cara otra vez. Y no lo extraƱo, no. EstĆ” aquĆ, es sus cosas, desde la mĆ”s pequeƱa hasta la misma casona. Lo respiro en el polvo, lo siento como una caricia en el calor del sol que se escabulle hasta mĆ. Y lo veo alejarse definitivamente murmurando por lo bajo: “Toda una vida de esfuerzo para lograr sĆ³lo ser un buen recuerdo”.
Tal vez ni siquiera eso quedarĆa, consumido por la bruma de mi mente luego del tiempo requerido para que los recuerdos se vean diluidos en otras pĆ©rdidas.
Mi mirada recae en amarillentas fotos que recubren la pared de la entrada. Personas del pasado sonrĆen con timidez desde los marcos manchados de hĆŗmedos detritos hogareƱos. Me detengo en aquella donde toda una familia posa en derredor de un hombre sentado, con la mirada frĆa de quienes ya no necesitan de memoria. AlgĆŗn ser querido que en los albores de la fotografĆa debiĆ³ ser perpetuado para el recuerdo una vez fallecido y es la mano del hijo, del yerno, del hermano, quien sostiene su ingrĆ”vida cabeza erguida para la inmortalidad. Los ojos semiabiertos, la boca en un rictus mortal y ya nadie sabe de quien se trata. A muerto dos veces. QuizĆ”s mĆ”s.
Sobre la pared norte empapelada en pĆŗrpura se destaca un astrolabio verde de oxido de cobre, reproducciĆ³n que acompaƱa el mapa copia del tratado de Tordecillas, planisferio de Don Diego Rivera, que habĆa traĆdo de uno de sus viajes a la vieja madre patria Portugal.
Sus ansias de aventura trasplantadas de un confĆn al otro, expedicionario de clase turista, hĆŗmedo de tanto mar embravecido, bombĆn y paraguas al tono. Un reloj cilĆndrico traĆdo de Insbruck reflejaba su gnomon sobre la pared sur, decrĆ©pita de ampollas sobre el pĆŗrpura asomado entre la biblioteca y el viejo combinado de la RCA. Arriba, la Germania de 1555 dejaba constancia de una maternidad rĆgida de tanta labor reconstructiva, de esperanzas y deseos postergados por las guerras. De las privaciones que el hambre habĆa enseƱado a evitar.
Abro cada rincĆ³n posible, indago en las cosas y sus formas. Veo el valor intrĆnseco de las piezas e intento ubicarlas en mi vida urbana, pero no puedo, me son ajenas. Forman un todo que es imposible disgregar.
El amplio escritorio de roble oculta uno de sus secretos. La fila de pipas en largo descanso ya, escolta la tabaquera sobre Ć©l, cargada aĆŗn por el aromĆ”tico sabor de la vainilla aƱejada de la vieja Europa. En el medio el reloj de Beringer con su cuadrante cĆŗbico mĆ³vil y su brĆŗjula calibre al pie, me habla de la fijaciĆ³n en el tiempo y sus efectos, de cĆ³mo un abrupto impulso de comprador lo atrapĆ³ en Ausburgo, cuando aĆŗn reunĆa en sus arcas el suficiente dinero. De cĆ³mo para cada cosa existirĆ” un lugar en la medida que sea querido, que forme parte de la propia historia.
Me niego a forzar el fino lustre del mueble con cualquier herramienta cortante, hasta encontrar sujeta a la tapa de “Kon Tiki” de Thor Heyendahl una brillante llave que indica su origen y abre el silencioso secreto de su interior.
Una lustrosa caja de Ć©bano labrado contiene viejas cartas. Detenido en el tiempo las observo y no logro encontrar el derecho que autorice al fisgĆ³n indagar en los secretos de otro. ¿PodrĆa un extraƱo comprender el significado oculto que esas cartas pudieran contener?. Adivino el membrete, fijo mi vista en las figuras de cada diferente estampilla y no noto nada particular salvo la caligrafĆa fina y cuidada de una mano femenina. Las guardo nuevamente vĆctima de mi propia empatĆa. Sin leer. Escondo el olvidado secreto en complicidad con la llave perdida una vez mĆ”s y asĆ la tarde me sorprende cansado de desvelar tantos muertos.
Y pensar que tan solo he comenzado, que me he dedicado al estudio obviando el resto de esta cĆ”scara vacĆa pintada a la cal. VacĆa como la vida misma de aquel hombre que en al anochecer de su vida no encontrĆ³ afectos que lo retuvieran. De aquĆ©l que vio partir uno a uno a los personajes de su obra jugando el papel constante de deudo en cada entierro.
Ausente ya de reclamos, con resignaciĆ³n vacĆa en su alma, se percatĆ³ sobreviviente de un mundo ido para no regresar nunca mĆ”s. AllĆ donde estrecharse la mano significaba algo, allĆ donde el “usted” era para toda la vida y su mujer era un alma vestida para misa en cada encuentro de la carne.
Tomo el bastĆ³n de roble con empuƱadura de plata que lo solĆa sostener en el debate como una muleta a su invisible enfermedad llamada decoro y me lo llevo conmigo, como una parte de Ć©l que vivirĆ” permanentemente en mĆ, como una reliquia eclesiĆ”stica que en lugar de carne guardaba su sudor.
Cierro los postigos y acomodo levemente sobre el tintero a aquella que me ha sumergido en este triste quehacer de ordenar las cosas de otro, las que ahora serĆ”n mĆas sin siquiera lograr vislumbrar la menor sombra del significado que tuvieron para otra vida. La dejo allĆ donde siempre reposĆ³ como muestra ostentosa de un pasado glorioso. De cuando Alicia Moreu ya sin Justo, se la regalara en su cuadragĆ©simo cumpleaƱos. Aquella lapicera fuente labrada en plata querrĆa seguir rubricando pergaminos olvidados en la tristeza simple del tiempo, pero la era terminĆ³ justo cuando Ć©l, el viejo seƱor de la casona de la calle Videla, allĆ en Caballito, decidiĆ³ usarla por ultima vez sobre un delgado sobre que decĆa:
“A quien corresponda”
y ese soy yo...el hijo perdido que volviĆ³.
O.Pin
Buenos Aires 2010
© Copyright 2010
El albacea habĆa dejado las cajas sin membrete sobre el viejo piso del estudio.
Como el mismo dueƱo, Ć©l no se hacĆa notar por su verborragia, diferenciado tal vez de su patrĆ³n, por que el mismo usaba palabras fuertes, ondas, se dirĆa que hasta pesadas, si es posible adjudicarles estos atributos a lenguajes tan diferentes al oriental, plagado de dichos intencionados acentos.
En alguna Ć©poca incluso habĆa declinado del uso de los artĆculos y pronombres en su afĆ”n de marcar su lenguaje de tintes mas profundos. Ocultismo de la palabra que generaba un aura religiosa a cualquier sandez que se dijera.
Su albacea por el contrario habĆa sido un ecĆ³nomo de las palabras y los gestos, fiel a su posiciĆ³n en la escala social de aquel pequeƱo feudo, impenetrable ante mis preguntas atrasadas en el espacio de mi ausencia.
Y es que poco se conoce a un hombre por lo que dice, si asĆ lo quiere.
El seƱor de esta casona era capaz de hablar horas enteras sin dejar que se llegara a conocer un Ć”pice de sus sentimientos mĆ”s profundos, mientras la melodĆa de sus palabras llenaba el aire como volutas de humo.EtĆ©reas, efĆmeras, mortales.
Ajeno en los sentimientos y estrechamente unido por la sangre, me veo ahora, una vez mas, en la disyuntiva de repetir preguntas al vacĆo o permanecer ignorante de la historia reciente.
El recuerdo del sonido de su voz retumbando las paredes parece llevarme hacia el estudio donde la gruesa capa de polvo cubre la veta del piso de pinotea marcado de pisadas en derredor de cajas que contienen un antiguo anhelo: la Enciclopedia BritĆ”nica. Todas mis preguntas, sueƱos y dilemas clasificados. SĆ³lo hace falta que con mis propias manos arme el laberinto de mi futuro conocimiento. No hay esfuerzo en ello, tal vez tarde toda una vida, como su anterior dueƱo, pero en los meandros de mis viejas repisas al fin se lucirĆ”n los vastos conocimientos que la humanidad supo coleccionar. Al fin, desde la “a” hasta la “zeta”, sin “eƱes” ni acentos que me perturben los amorosos libros ocuparĆ”n un espacio constante, ni corto ni largo, de mi vida.
AsĆ tal vez alguien me conozca por mis cosas, allĆ cuando la palabra falla y oculta, cuando somos mĆ”s cobardes que despiertos, lo que nos rodea hablarĆ” por nosotros, nos explicarĆ”, dirĆ” quienes somos y de donde venimos.
El viejo carillĆ³n suena las doce. Rassano me mira con respeto mientras elimino las capas de polvo acumuladas en la biblioteca.
Nadie dijo cuanto espacio o cuanto amor requieren el saber o el arte, no hay proporciones que respetar y asĆ es como se corren escalonadamente los lĆmites del estante hasta que caen quienes en un primer momento fueron bastiones aclamados de alguna moda, colocados allĆ, en primera fila, al rĆ”pido alcance de la mano. Del uso cotidiano. No hay piedad en la moda. Los discos de pasta en sus coberturas rĆgidas de desgastado cartĆ³n manchado, deberĆ”n retirarse, llevarse consigo sus cuarenticinco revoluciones, pasar a otro registro por el bien de la historia, del gusto familiar y ofrecerse en un resquebrajado zaguĆ”n de San Telmo a quien quiera escuchar las voces muertas, cubiertas por ruidos de pĆŗa, de grillos desentonados.
Al abrir las celosĆas que dan a Videla los hilos de la luz cenital perforan el aire opaco de la sala dejando entrever los recuerdos del patriarca asomando con cada batir de plumero, con cada abanico dejado por la franela y allĆ donde siempre reposĆ³ como muestra ostentosa del pasado de gloria, la vieja insignia del partido socialista se hizo presente.
La miro y veo al hombre ilustre enfundado en su traje oscuro con el ceƱo fruncido y una sonrisa escapando de sus labios. No hay brillo tan esmerado tal como el de esa insignia, para traerme el recuerdo de su cara otra vez. Y no lo extraƱo, no. EstĆ” aquĆ, es sus cosas, desde la mĆ”s pequeƱa hasta la misma casona. Lo respiro en el polvo, lo siento como una caricia en el calor del sol que se escabulle hasta mĆ. Y lo veo alejarse definitivamente murmurando por lo bajo: “Toda una vida de esfuerzo para lograr sĆ³lo ser un buen recuerdo”.
Tal vez ni siquiera eso quedarĆa, consumido por la bruma de mi mente luego del tiempo requerido para que los recuerdos se vean diluidos en otras pĆ©rdidas.
Mi mirada recae en amarillentas fotos que recubren la pared de la entrada. Personas del pasado sonrĆen con timidez desde los marcos manchados de hĆŗmedos detritos hogareƱos. Me detengo en aquella donde toda una familia posa en derredor de un hombre sentado, con la mirada frĆa de quienes ya no necesitan de memoria. AlgĆŗn ser querido que en los albores de la fotografĆa debiĆ³ ser perpetuado para el recuerdo una vez fallecido y es la mano del hijo, del yerno, del hermano, quien sostiene su ingrĆ”vida cabeza erguida para la inmortalidad. Los ojos semiabiertos, la boca en un rictus mortal y ya nadie sabe de quien se trata. A muerto dos veces. QuizĆ”s mĆ”s.
Sobre la pared norte empapelada en pĆŗrpura se destaca un astrolabio verde de oxido de cobre, reproducciĆ³n que acompaƱa el mapa copia del tratado de Tordecillas, planisferio de Don Diego Rivera, que habĆa traĆdo de uno de sus viajes a la vieja madre patria Portugal.
Sus ansias de aventura trasplantadas de un confĆn al otro, expedicionario de clase turista, hĆŗmedo de tanto mar embravecido, bombĆn y paraguas al tono. Un reloj cilĆndrico traĆdo de Insbruck reflejaba su gnomon sobre la pared sur, decrĆ©pita de ampollas sobre el pĆŗrpura asomado entre la biblioteca y el viejo combinado de la RCA. Arriba, la Germania de 1555 dejaba constancia de una maternidad rĆgida de tanta labor reconstructiva, de esperanzas y deseos postergados por las guerras. De las privaciones que el hambre habĆa enseƱado a evitar.
Abro cada rincĆ³n posible, indago en las cosas y sus formas. Veo el valor intrĆnseco de las piezas e intento ubicarlas en mi vida urbana, pero no puedo, me son ajenas. Forman un todo que es imposible disgregar.
El amplio escritorio de roble oculta uno de sus secretos. La fila de pipas en largo descanso ya, escolta la tabaquera sobre Ć©l, cargada aĆŗn por el aromĆ”tico sabor de la vainilla aƱejada de la vieja Europa. En el medio el reloj de Beringer con su cuadrante cĆŗbico mĆ³vil y su brĆŗjula calibre al pie, me habla de la fijaciĆ³n en el tiempo y sus efectos, de cĆ³mo un abrupto impulso de comprador lo atrapĆ³ en Ausburgo, cuando aĆŗn reunĆa en sus arcas el suficiente dinero. De cĆ³mo para cada cosa existirĆ” un lugar en la medida que sea querido, que forme parte de la propia historia.
Me niego a forzar el fino lustre del mueble con cualquier herramienta cortante, hasta encontrar sujeta a la tapa de “Kon Tiki” de Thor Heyendahl una brillante llave que indica su origen y abre el silencioso secreto de su interior.
Una lustrosa caja de Ć©bano labrado contiene viejas cartas. Detenido en el tiempo las observo y no logro encontrar el derecho que autorice al fisgĆ³n indagar en los secretos de otro. ¿PodrĆa un extraƱo comprender el significado oculto que esas cartas pudieran contener?. Adivino el membrete, fijo mi vista en las figuras de cada diferente estampilla y no noto nada particular salvo la caligrafĆa fina y cuidada de una mano femenina. Las guardo nuevamente vĆctima de mi propia empatĆa. Sin leer. Escondo el olvidado secreto en complicidad con la llave perdida una vez mĆ”s y asĆ la tarde me sorprende cansado de desvelar tantos muertos.
Y pensar que tan solo he comenzado, que me he dedicado al estudio obviando el resto de esta cĆ”scara vacĆa pintada a la cal. VacĆa como la vida misma de aquel hombre que en al anochecer de su vida no encontrĆ³ afectos que lo retuvieran. De aquĆ©l que vio partir uno a uno a los personajes de su obra jugando el papel constante de deudo en cada entierro.
Ausente ya de reclamos, con resignaciĆ³n vacĆa en su alma, se percatĆ³ sobreviviente de un mundo ido para no regresar nunca mĆ”s. AllĆ donde estrecharse la mano significaba algo, allĆ donde el “usted” era para toda la vida y su mujer era un alma vestida para misa en cada encuentro de la carne.
Tomo el bastĆ³n de roble con empuƱadura de plata que lo solĆa sostener en el debate como una muleta a su invisible enfermedad llamada decoro y me lo llevo conmigo, como una parte de Ć©l que vivirĆ” permanentemente en mĆ, como una reliquia eclesiĆ”stica que en lugar de carne guardaba su sudor.
Cierro los postigos y acomodo levemente sobre el tintero a aquella que me ha sumergido en este triste quehacer de ordenar las cosas de otro, las que ahora serĆ”n mĆas sin siquiera lograr vislumbrar la menor sombra del significado que tuvieron para otra vida. La dejo allĆ donde siempre reposĆ³ como muestra ostentosa de un pasado glorioso. De cuando Alicia Moreu ya sin Justo, se la regalara en su cuadragĆ©simo cumpleaƱos. Aquella lapicera fuente labrada en plata querrĆa seguir rubricando pergaminos olvidados en la tristeza simple del tiempo, pero la era terminĆ³ justo cuando Ć©l, el viejo seƱor de la casona de la calle Videla, allĆ en Caballito, decidiĆ³ usarla por ultima vez sobre un delgado sobre que decĆa:
“A quien corresponda”
y ese soy yo...el hijo perdido que volviĆ³.
O.Pin
Buenos Aires 2010
© Copyright 2010
Once Cuentos sin Rumbo
ISBN 987-43-8446-9
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